Mi neumonía como guinda de este pastel pandémico
El 27 de febrero me fui a urgencias y ya no me dejaron salir del hospital. Comencé esta crisis colectiva un poquito antes. Justo tres meses después aún sigo recuperándome de una neumonía severa, ya que llegué con mi pulmón izquierdo necrosándose. Y me parece increíble comenzar este escrito con un parte médico. Y es que así han sido mis días y así han sido también los colectivos, con números de contagios, de muertes y de sanaciones… Esos números son personas… Y se me eriza de nuevo el cuerpo al dejarme sentir.
Me pongo a releer lo que escribí en el hospital… “La neumonía indica lo que ya venía diciendo yo este 2020: Me ahogo, no puedo más. Y el cuerpo ha puesto fin a tirar con todo para centrarme en tirar de mi. Aún no se como se hace sin enfermar, tendré que ir aprendiendo”.
Vuelve a pasar por mi corazón la vivencia de aquellos días, de estos meses… y es ahora, desde la tranquilidad de mi hogar, cuando he podido digerir emociones tales como el miedo de casi morir. “A veces aun viene todo lo de fuera y me come y me devora y me llena de fiebre… y a ratos entro dentro de mi, estoy conmigo misma respirando y me encuentro (…) Sé que yo misma soy mi mejor asidero, mi lugar de descanso, me acompaño. La soledad es abrigo y es llanto.Todo el tiempo es así, la cara y la cruz, la esperanza y el cansancio, la valentía y el dolor, ánimo y desánimo…”
Revivo la dificultad de recuperarme, ya que con los antibióticos era como matar mosquitos a cañonazos, dejándome el cuerpo encharcado y agotado. La energía muy baja y las fiebres muy altas. El dolor de la pleura es como un puñal clavándose por dentro. No podía dormir. Tantos días postrada en cama… con la mente nublada. Aislada, primero hasta dar negativo en Covid-19 y luego para que no me lo pudieran contagiar, ya que con mi pulmón así no lo aguantaría.
Volví a casa a finales de marzo con un alta hospitalaria forzada, ya que el COVID-19 había inundado todos los hospitales. Así que otra vez, de otra manera, ahí estaba yo re-aprendiendo que no puedo cubrir yo solita mis necesidades. Que no puedo salir a la calle a las cosas más sencillas: hacer compra, tirar la basura… porque sigo siendo persona de riesgo, vulnerable y enganchada a una máquina de oxígeno. Así que necesito de otra persona… pufff respiro, se me tambalea la independencia y me entra la angustia… y respiro… y así va calando un poquito más profundo cada vez. Cuánto miedo e inseguridad me produce el necesitar.
A lo largo de esta enfermedad he aprendido que no quiero volver a lo anterior, que quiero hacerme responsable de mi salud y mi bienestar. He saboreado trazas de libertad sutil y exquisita en lo cotidiano de este confinamiento: retomar la lectura calmada, no en el metro o tren sino sumergiéndome dentro de las páginas del libro. La delicia de los rayos de sol en la cara, un día cualquiera, teniendo tiempo para parar y recibirlos. De los paseos por mi azotea, de ir retomando el ritmo del cuerpo y dejarlo que baile… aun despacito, pero danzando. El gusto de cocinar(me) sin prisa y con disfrute, es decir: hacerme el amor en la cocina.
El tiempo para pararme a escribir, para darle salida a mi voz… sin productividad. El tiempo, sin tener que organizarme, sin tener que ver a que se lo resto… EL TIEMPO… para plantar, podar, cuidar mis plantas, para sentarme a ver las nubes y aprender con ellas, para retomar la pintura. Tiempo presente, instante presente. Sin planes, sin tener que sacar la agenda.
El 15 de abril pedí el alta voluntaria y retomé el trabajo online con les pacientes. Y sentía con conciencia el peso de encajarlo todo en la agenda: la sesión de la semana siguiente ya pertenece al futuro.Y me daba cuenta de mi resistencia. No quiero poner sesiones que acaben más tarde de las 21h porque quiero subirme al tejado a ver caer el sol por la Cuerda Larga. Porque me quiero dar una prioridad que antes había perdido. Darle valor a mi tiempo y a mi libertad, no solo teniendo en cuenta el amor a mi trabajo.
Según transcurren los días también me he ido encontrando con mi sombra, con mi ego. No había escapatoria, ambas atrapadas en la misma casa, en el mismo instante, así que le dí la mano. Y es que a mi monstruita le sienta muy mal la desnudez. Y entramos en un estado vulnerable donde ambas nos ponemos muy nerviosas y no veas el despliegue de herramientas neuróticas… artillería entera que va cayendo por su propio peso. Y en realidad duele mucho pero es hermoso cuando nos quedamos frente a frente, mirándonos a los ojos y reconociéndonos. Maldita sombra cabrona, esta también soy yo. Y me duele el daño que hago fuera y me duele el corazón del daño que me hago dentro. Y a veces hasta me sale un perdón… y aflojo y rompo… Menudo alivio!
Cae la autoexigencia… reconocer que me equivoco, que no puedo más, que estoy agotaita de tanto tirar, que se ahogan mis pulmones, que si necesito… y comienzo a conmoverme. ¡Como me cuesta la ternura joder!… esa que está escondida en el fondo, fondo de los fondos… esa que una vez estuvo tan lastimada que tiene mucho miedo a salir… Y a veces, solo a veces, me aflora, como el Guadiana y sus ojos, y se me inunda el pecho de compasión.
Suelo ejercer una función paterna de mucho sostén en todo aquello que me rodea. Y a veces me siento como una casa del monopoli. Allá donde voy doy cobijo y seguridad. Debió de ser tan grande la necesidad de mi niña por tener este hogar que yo misma me hago hogar. Pero suele ser para les demás: pacientes, familia, amigues, pareja… con gran dificultad soy hogar para mi misma. Y en estos días malditos, donde no solo cabe la visión romántica del confinamiento, aparece una grieta inmensa que quiebra entera mi casa. Y un desconsuelo enorme se ha apoderado de mi. Una sensación tremenda de orfandad, de no saber donde sujetarme.
Y respiro. Intento sentir mis pies. Y pienso en el mar, en él si me dejo sostener.
Con tanto desestructurar me parece que se me anda desdibujando la identidad. Romper viejas estructuras puede causar mucho pánico y necesito un acto casi de fe en mí misma… y es un acto nuevo para mi, mujer atea que soy. Creer en algo más grande que yo, entregarme a la vida.
Las viejas estructuras están derrumbándose, el vacío de la existencia se me planta delante. Me siento integrando algo profundo, como dice Marcela Lagarde: “Convertirnos en sujetas significa asumir que de veras estamos solas: solas en la vida, solas en la existencia”.
Desde una mirada social y colectiva, soy una mujer privilegiada. Vivo en una casa pequeña pero cálida, confortable y con terraza. He podido ir retomando mi trabajo de manera online y recuperándome económicamente, poco a poco, tras estos meses de parón como autónoma. Por tanto, desde mi lugar de privilegio, puedo dejarme sentir las emociones, explorar en ellas y plantearme mi libertad, ya que tengo mis necesidades básicas cubiertas, no siendo así para miles y millones de personas, más cercanas: aquí al lado, más lejanas: en el mundo.
No ha sido para todas igual este confinamiento, ni estas pérdidas. Las muertes y los dolores no han sido iguales, las dificultades tampoco. Esta estructura capital que nos hace pensar que hogar es la casa que habitamos (en el caso de tenerla) y no tiene porqué ser así. ¿Es hogar compartir el confinamiento con tu agresor? ¿es hogar si tienes a tus seres queridos lejos, muy lejos? ¿es hogar si no tienes comida con que nutrirte a ti y a tu familia? ¿es hogar el hacinamiento?…
Contextualizando va disminuyendo mi ansiedad. Y es que hoy, 27 de mayo de 2020, hace un sol tremendamente cálido y llamativo ahí fuera… al otro lado… y me llama, poniendo en crisis interna mi estabilidad lograda estos tres meses. Y me doy cuenta que he llegado a vivir con aceptación en mi misma y que es ahora cuando anhelo la libertad de movimiento, de encuentro… de la llegada de un verano incierto… y mi deseo está lleno de calas perdidas y de cuerpos salvajes y desnudos bañados por el mar.
Y así voy, con un ejercicio consciente de mirar a la otra persona y al mundo con lo que hay, no con lo que deseo que haya, para navegar la frustración y encaminarme a una aceptación, entiendo que serena y nutritiva. Encaminada a aflojar en mi empeño, en mi propia voluntad y a confiar en la voluntad del universo. Y como suele ocurrir con los lugares nuevos, a veces lo habito y sonrío descargada y otras siento mucho miedo al soltar.
Podría dividir esta experiencia en dos partes que bailan juntas y acompasadas. Una parte muy íntima, la de dentro, la propia. Ese viaje que estoy haciendo conmigo misma. Y que os he esbozado en los párrafos anteriores. Y otra parte, que es más hacía fuera y que tiene que ver con el acompañamiento a mis pacientes, con la salida al mundo. Con esta desescalada normativa y planificada y con una desescalada personal que estamos viviendo todas por dentro y que no es nada fácil ni mucho menos fluida.
He trabajado con mis pacientes el no volver al ritmo acelerado, a esa demanda capitalista de producción y consumo. Algo muy obvio pero muy difícil de desprender. También les he ido acompañando a dar un salto del miedo a la prudencia. Aliñando este regreso al mundo con responsabilidad individual y solidaridad colectiva. Intentando así no devorarnos entre nosotras: las personas. Acompañar con respeto y desarme del odio. Procurando que la distancia física que requiere nuestra salud no se convierta en una distancia emocional, social… en una mirada juiciosa donde ver enemigos, sino en una apuesta por seguir tejiendo redes de cuidados y miradas cómplices, porque todas estamos pasando por lugares esenciales y profundos muy parecidos: miedo, enfermedad-incapacidad, tristeza, duelo, hartazgo, ansiedad, depresión, frustración, falta de libertad, dependencia, impotencia…
La ruptura con todo lo habitual nos sitúa en un estado de duelo. Y en una falta de realidad. Donde a veces podemos sentir vértigo y falta de aire, porque en realidad esta ansiedad por la incertidumbre nos pone de relieve mucho miedo, ya que ahora no podemos planificar y nuestra antigua sensación de controlar algo se ha quebrado en miles de pedacitos.
Y no podemos volver a una realidad anterior, causante de esta crisis que pone de manifiesto muchas crisis dentro de una grande a la que hemos llamado pandemia. Pudiendo enumerar la crisis de cuidados, crisis climática, crisis del sistema de consumo… hasta la crisis interna y personal de cada una de nosotras. Desdibujando identidades, quebrando caracteres… dejándonos en una desnudez abrupta. Es por tanto un momento histórico, de balancín entre seguridad y libertad. Un tiempo difícil, duro, hostil… donde la esperanza y la alegría deberían ser las banderas de las ventanas. Donde más que nunca se hace imprescindible poder facilitar a quien tenemos al lado y procurarnos un día amable para, pasito a pasito, poder tomar aire e ir construyendo una realidad nueva donde podamos vivir con el pecho abierto o al menos que sea lo más respirable posible para todas.
Me despido compartiendo un atardecer desde la azotea.
¡¡Buen regreso al mundo, que los vientos nos sean favorables!!